no sólo para mí, sino también para la pareja de encantadoras chicas holandesas que habían llegado al mismo tiempo que yo a las puertas del templo dedicado a Amón-Ra, en el corazón de la antigua
mal de Tut nos recordaba que éramos aves de paso en esas calles, pero las fiebres y los vómitos explosivos, no lograban mermar nuestro entusiasmo por descubrir nuevas comidas
de la ciudad que sufrían el rigor de la naturaleza y de los humanos, entre la falta de lluvias que limpiara las fachadas, los vientos que los salpicaban de arena, y
Puertas adentro el panorama cambiaba radicalmente, y el gusto de los egipcios por los espejos, los brillos y las telas convertía